Se nos fue UNASUR, ¿ahora cómo cooperamos?
- Juan Baldeón
- 16 mar 2019
- 3 Min. de lectura

Sin duda, el entender qué nos diferencia de los animales y, en consecuencia, la especificidad de la esfera de lo humano es uno de los grandes desafíos del pensamiento social. Hace siglos, Platón intentaba definir al hombre y, mientras el Ágora ateniense acogía sus reflexiones, él concluía que el ser humano es un animal bípedo implumado, es decir, un animal que anda a dos patas y carece de plumaje. Sin embargo, entre la audiencia estaba Diógenes, el Perro, quien, insatisfecho con tal definición, tomó un gallo, lo desplumó y lo soltó en el Ágora diciendo “He ahí el hombre de Platón”. Demostró entonces Diógenes que la especificidad de lo humano – lo que distingue a homo sapiens de otras especies – no puede reducirse a algo estrictamente biológico. Evidentemente, el ser humano difiere biológicamente en importantes aspectos aun de sus parientes más cercanos (los chimpancés). No obstante, no deberíamos basar todo nuestro discurso sobre lo humano en nuestros pulgares opuestos, ni en una mínima ventaja genética, ni en el uso de las manos y tampoco en la capacidad de transformar nuestro entorno. Porque al verse el hombre, aun con todas estas habilidades, frente a la naturaleza de un león hambriento, quedaría tan indefenso como el gallo desplumado por Diógenes.
Por tanto, hay que entender que la esencia del ser humano no está en su soporte biológico, sino en su particular lenguaje. Hegel define al hombre como un animal enfermo de muerte, enfermedad que el filósofo alemán llama logos (palabra). La cualidad fundante de lo humano es su capacidad de usar el lenguaje para crear mitos, narrativas, historias que den sentido y propósito a nuestra existencia. Sólo estas producciones discursivas - como la religión, pero también como los derechos humanos o la democracia – permiten la cooperación a gran escala. Así lo señala el historiador Yuval Harari, quien demuestra cómo muchas personas, aun siendo extraños unos de otros, pueden cooperar efectivamente si creen en una misma historia.
Lo cierto es que la integración de la humanidad, sostenida gracias a nuestro particular lenguaje, es el gran desafío de esta época. Porque los grandes paradigmas, relatos hegemónicos que sostienen nuestras redes de cooperación, están en crisis. Las naciones y quienes las habitan cada vez tienen menos fe en el relato de los derechos humanos, en la democracia, en el desarrollo o en la paz. Y mientras estos relatos pierden vigencia, entran narrativas periféricas que echan raíces en tradiciones religiosas fundamentalistas, en nacionalismos viscerales o en radicales credos del capitalismo industrial.
Por ejemplo, Estado Islámico propone un nuevo relato para comprender el mundo y para que cooperemos dentro de éste, su relato se basa en extremismos religiosos. El liberalismo, entendido como paradigma agónico que aún sostiene importantes redes de cooperación humana, debe decir “libertad de culto” donde el Estado Islámico dice “unifiquémonos en Alá”.
Sin embargo, también Donald Trump impulsa una nueva narrativa que fomenta una cooperación no en pro de la democracia (¡ese horror!) sino en base al lema “América para los americanos”, es decir, se propone competir con el universalismo de los principios liberales. Donde el liberalismo dice “viva un mundo globalizado”, Trump dice “construiremos un muro”.
Finalmente, hay desesperados intentos de salvar la narrativa liberal. Algunos creen que enterrando los principios humanistas del liberalismo pueden salvar algo de este relato. Entonces, proponen que la integración y la cooperación humana se base exclusivamente en el libre comercio y que todos creamos en el libre mercado. Los islamistas extremos quieren que todos creamos en Alá, los desesperados voceros del capitalismo industrial quieren que todos creamos en el libre mercado. Si todos creemos en ese milagroso regulador de relaciones humanas, aún se puede salvar el sentido del mundo. Lástima que las cosas no sean tan sencillas.
No obstante, amparándose en esta última posición, el primer mandatario del Ecuador, Lenín Moreno, declaró que Ecuador abandonará la Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR). “Unasur se transformó en una plataforma política que destruyó el sueño de integración que nos vendieron”, aseguró Moreno.
Entonces, parece que el sueño de integración de Moreno, sin duda recetado por su nuevo patrono el FMI, no se basa en los vínculos políticos, sino simplemente en alianzas económicas. Claro, para el presidente del Ecuador es más fácil creer en el libre mercado que en la democracia.
UNASUR ofrecía una integración política, cultural y económica de los pueblos de América, es decir, tenía una narrativa progresista, creía en las libertades, en la democracia, en la participación ciudadana y el progreso de nuestras naciones. Sin embargo, como se dijo antes, tal tipo de paradigma está en crisis. No obstante, es prudente preguntarse si es conveniente reemplazar tan florida narrativa para la cooperación humana por un verdadero dogma, el libre mercado. No se moleste el lector en responder tal pregunta, Moreno ya lo ha hecho en nombre de todos.
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